Cuando George Orwell
escribe y publica en 1949 un libro titulado 1984,
no hace más que autoproclamarse de forma indirecta visionario y futurólogo. Su
obra, que, como cabría esperar, se ubica temporalmente a mediados de la década
de los 80, trata de diseñar y predecir cómo será la sociedad en la que él vive,
35 años después.
En ella, el
clasismo, la explotación y las desigualdades llegan hasta extremos
profundamente visibles y apreciables en la cotidianeidad del día a día. La
desaparición del ocio y la instauración del temor a través del total control
poblacional son algunas de las consecuencias nacidas de la evolución humana que
esboza Orwell.
El control de la
población, como decíamos, se convierte casi en el leitmotiv de la novela. Los miembros del Partido trabajan para
supervisar toda actuación social (a través de las imponentes telepantallas),
castigar toda acción que consideren inoportuna, y, por otro lado, cambiar la
historia pasada y reciente, así como la cultura y otros conocimientos
prácticos, para adoctrinar y evitar cualquier sublevación del pueblo.
Para tal aparente
dura tarea, el lenguaje y la comunicación juegan un papel fundamental. Es así
como Orwell, en boca de los miembros del Partido, desarrolla dos conceptos
clave para entender el transcurso de la novela: neolengua y doblepensar. El
primero es el instrumento principal con el que el Partido cambia la concepción
del mundo. El objetivo es conseguir términos que puedan definir las necesidades
ideológicas de la compleja y entramada Oceanía. Se anexionan dos términos para
lograr definir la esencia del concepto. Así, un compuesto como “paracrimen”
lleva, tras de sí, el difícil significado de “facultad de interrumpir
instintivamente todo pensamiento peligroso que pueda surgir en la mente”. He
aquí representada la perversidad maquiavélica del Partido.
El otro término,
doblepensar, es precisamente fruto de la neolengua. Se define en el libro como “facultad de sostener dos opiniones
contradictorias simultáneamente, […] decir mentiras a la vez que se cree
sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego,
cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que
convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un
momento de saber que existe esa realidad que se niega”. Es, por tanto, el mayor éxito del Partido. La
forma con la que entrar en las mentes de la población y convencerles de una
realidad inverosímil. Una farsa nacida de una historia de la humanidad
trastocada y editada, silenciada en muchas ocasiones, a gusto del poder.
Si Orwell, fallecido
en 1950, hubiera vivido dos o tres décadas más (murió con tan solo 46 años),
comprobaría que el título de su novela anquilosaba su obra a una época en la
que no se cumplían muchos de los aspectos que él visionó en su día. Por el
contrario, si se hubiera atrevido a titular su libro 2016, hoy podríamos considerar a George Orwell el Nostradamus del
siglo XX.
El Diccionario
Oxford ha elegido como palabra del año 2016 “posverdad”. El término, que el
mundo apenas conocía antes de su proclamación triunfadora, es definido como “circunstancia en que los hechos objetivos
influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la
emoción y a la creencia personal”. En pocas palabras, el periodista Ricardo F.
Colmenero lo define como “no discriminar la verdad revelada sobre la verdad
sentida”. Es, por tanto, el éxito de la emocionalidad sobre la razón o la
lógica. O, directamente, la inutilidad del objetivo principal de la ortodoxia racional,
que es no tener por rival a las vísceras y el sentimentalismo.
La posverdad, que, de salida, ya es
resultado de la mezcla de palabras para extraer esencias que propone la
neolengua orwelliana (en inglés es más apreciable todavía: post-truth), es la manera simplificada de explicar el largo y
complejo año que nuestro mundo ha vivido. La victoria de Donald Trump o el
Brexit son los principales acontecimientos calificados como posverdades, pero se
han producido muchos más: el rechazo del pacto de paz en Colombia, el año político
perdido en España (con casi tres pasos por las urnas, la instauración del infotainment como principal forma de
presentación del candidato, o los diversos numeritos y pataletas del socialismo
español), el auge del populismo en grandes potencias occidentales o la
celebración de unos Juegos Olímpicos en un lugar donde no se cumple ni uno de
los principios del espíritu olímpico son algunos ejemplos del catastrófico y
movido año que hemos vivido, en el que los sentimientos y emociones,
supersticiones o creencias han pesado más que la reflexión y la lógica.
La posverdad, pese a que este ha sido su
año de explosión, viene de muy lejos. Ya se consideró posverdad el
aprovechamiento que el gobierno norteamericano llevó a cabo sobre su población
tras el profundo trauma del 11S. Las decisiones militares que Bush tomó durante
los siguientes tres años no hubieran sido posibles sin el clima de dolor y
unidad patriótica que causó el ataque a las Torres Gemelas. Lo mismo ocurrió en
España con el 11M: los sentimientos cruzados a dos días de las elecciones
hundieron la carrera política de Aznar, y situaron en la Moncloa a un presidente
que no hubiera ganado las elecciones si no fuera por aquella fatídica mañana de
un jueves que aún no tiene responsables.
Casi incluso podrían etiquetarse como
posverdades las teorías sofistas que Platón y Sócrates nos contaron hace ya
muchos siglos. La definición de sofisma es “argumento falso o capcioso que se
pretende hacer pasar por verdadero”, es decir, sería un ejemplo de doblepensar
orwelliano y, en su último fin, una posverdad. Considerar una mentira como
verdad, o una mentira como mentira, siempre y cuando la sociedad la refuerce
como creencia.
Entonces, ¿cuál es la fórmula del actual
éxito de algo tan primitivo como jugar con los sentimientos? Que nadie, ni la
Iglesia subida al púlpito de la ignorancia medieval, tuvo tanto eco ni poder de
difusión como los políticos y personalidades actuales. Los nuevos canales de
comunicación han sido los principales causantes del triunfo de la emoción.
El FBI ha concluido hace poco que Rusia
ayudó a ganar a Trump. Este hecho solo podría producirse de forma tan directa
en la ficción que propone Orwell. En el mundo real todavía quedan resquicios de
los pilares de la democracia (muy agrietados, por cierto) y marcos legales
intraspasables pero sí “bordeables”. Las noticias que tanto se compartían en
redes como Facebook, en las que se publicaban mentiras sobre Clinton, o los
ciberataques que recibió su campaña durante la carrera hacia la Casa Blanca
fueron las formas con las que Rusia desestabilizó la opción demócrata. El
impulso de los medios pro-Trump, encabezados por FOX, hizo aumentar la
credibilidad de estas noticias y de argumentos destructivos del republicano,
como el origen africano de Obama o el encarcelamiento de Clinton si llegaba a
la Presidencia.
En España, el constante ataque vía
editorial que EL PAÍS desarrolló contra Pedro Sánchez fue uno de los grandes
fuertes que permitió su caída. Vender el hecho como él lo hizo (en el programa
de Jordi Évole, Salvados), suponiendo
que una conspiración del IBEX había degollado su liderazgo, es otro claro
ejemplo de posverdad. Las declaraciones de miembros del Partido Popular en
contra del acoso mediático sobre su compañera Rita Barberá, cuando esta ya
yacía en una caja de pino, sin haber recibido ningún apoyo previo, otro.
La era de la posverdad es el resultado de
un telón de farsas y mentiras canalizadas y expandidas a lo largo del globo,
que tratan de jugar con la mente del pueblo a través de sus sentimientos. Ya no
es cuestión de cambiar la realidad, sino de hacer que el ciudadano reciba
impulsos para que él mismo la cambie. Algo más tétrico que los esbozos de
Orwell.
As he (Donald Trump) proved in the campaign, there are sometimes few negative consequences in politics for offending or painting a false picture of reality. […] Trump claims that his unpredictability will be his strength in office. It certainly has left the political world guessing.
Revista TIME, diciembre 2016
…sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada. […] Gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años— de parar el curso de la Historia.
George Orwell, 1984 (1949)
Muy bueno, sobrino. Gran análisis del mundo que nos toca vivir. Y la comparación con una de mis obras favoritas de Orwell, miel sobre hojuelas.
ResponderEliminarEspero el siguiente artículo...
Albert.